- Buenos días, doctores…
- Buenos días, doctor.
Ocho en punto de la mañana en el quirófano cinco del hospital donde estaba completando su residencia de cirugía. El paciente, esperando, un poco nervioso, su operación. Le habían detectado un tumor en el riñón derecho de aproximadamente unos 8 cm de diámetro pero sin infiltrar la grasa perirrenal ni otros órganos.
La gran novedad era que la nefrectomía programada iba a ser vía laparoscópica, es decir, introduciendo a través de pequeños orificios de su pared abdominal una cámara e instrumentos propios de esta técnica, lograrían desprender el tumor. Una gran ventaja para el paciente, dado que el tiempo de recuperación hospitalario sería menor, así como las cicatrices obtenidas por la cirugía, en lugar de un tremendo tajo que recorrería su abdomen de arriba abajo, o un feo costurón bordeando su flanco, en el mejor de los casos.
El anestesiólogo empezó su trabajo. Tras inyectarle sedantes y relajantes musculares al paciente, quien gradualmente desconectó su consciencia, ajustó la mascarilla de oxígeno e insufló gas vital hasta que la saturación fuera la máxima. Retiró la mascarilla, hiperextendió el cuello, abrió la boca, y ayudándose con el laringoscopio, logró visualizar la epiglotis y las cuerdas vocales. Intubó, fijó la cánula endotraqueal y la conectó al respirador. La oxigenación estaba garantizada.
Ya con el paciente dormido, el residente junto a otros colegas colocaron al paciente de costado izquierdo y ajustaron la camilla de manera que el flanco derecho quedase lo más extendido posible. Fijaron con gruesas tiras de esparadrapo la postura y protegieron extremidades para evitar isquemias o trombos futuros. Concluida la colocación ya, fueron a lavarse. El joven residente se adelantó para empezar la asepsia. Las manos bien limpias y secas. Luego de enguantarse, tomó unas compresas esterilizadas y las empapó en un espeso líquido ambarino. Procedió entonces a lavar pulcramente toda la piel que podría ser involucrada en la operación. Desechó las compresas húmedas y secó la piel. Tras eso, con gasas empapadas en povidine, lavó prolijamente el pene. Tomó una sonda foley y luego de lubricarla, la introdujo por la uretra hasta que fluyó la orina. Que luego sería recogida en su bolsa colectora. Infló el bag para anclarla en la vejiga y se apartó. Su jefe, el urólogo, ya vestido con su bata pinceló la piel seca con el mismo yodo en jarabe. Asepsia y antisepsia completa.
Mientras colocaban y fijaban campos, dejando un rectángulo de piel donde se trabajaría, el jefe, su colaborador, el experto en laparoscopía y otros colegas que fueron a observar la operación comentaban y bromeaban. El residente oía pero prefirió no intervenir.
- Díganos el momento, doctor anestesiólogo – dijo el cirujano principal.
- Cuando usted disponga, doctor – respondió el aludido.
Todos vestidos ya, comenzaron a operar. Pero los ojos no iban a estar sobre el paciente, sino sobre una enorme pantalla de televisión que mostraría todos los detalles dentro del organismo. Primero se introdujo un trépano conectado a una boquilla que fue insuflando aire dentro del paciente. Se provocaba un neumoperitoneo para dar espacio a los instrumentos.
En puntos previamente escogidos, el filoso bisturí fue incidiendo y cortando piel, grasa y músculo. El residente, atento, separaba, secaba y ayudaba en lo posible. El leve nerviosismo inicial estaba siendo borrado por la concentración en el procedimiento. Una vez que estaban a punto de llegar al peritoneo parietal, el bisturí era sustituido por una especie de cánula gruesa con varias válvulas de silicona suave. La primera en ser introducida era la que contenía la cámara endoscópica. Se vio en la pantalla como un rápido recorrer de un túnel y se observó luego la cavidad abdominal en todo su esplendor. El cirujano laparoscópico empezó a nombrar los diversos puntos de referencia anatómicos. Eso parecido a un retorcido y róseo verme era el intestino grueso. Una masa concho de vino, brillante y envuelta en una delgada cápsula era el hígado. Tras colocar nuevas cánulas y pinzas dentro de ellas, pudo levantar el borde para apreciar una vejiga verdosa y repleta. La vesícula. Apartando delicadamente las asas intestinales y el epiplón , se pudo vislumbrar finalmente la amarillenta película del retroperitoneo. Y yaciente bajo esa cobertura, estaba el riñón enfermo. Que había de ser sacado.
Hora de trabajar.
Entre el cirujano laparoscópico y el urólogo empezaron a halar suavemente la cubierta y con una combinación de pinza y bisturí, hendían para ir descubriendo la masa tumoral. Todos estaban atentos únicamente a la pantalla que maximizaba la imagen que no debía ser mayor a unos cuantos centímetros cuadrados a casi medio metro.
¿Qué diablos es eso…?Se preguntó el joven residente, cuando, al levantar otra porción de retroperitoneo, surgieron dos puntitos brillantes color azafranado. Y una boca, dentuda y marcando una demencial sonrisa. Una cara. ¡Una cara diminuta y espantosa apareciendo entre los contornos del riñón que se intentaba disecar!
Dio un respingo y soltó la pinza que sujetaba el borde inferior hepático, haciendo que cayese sobre las pinzas de sus superiores. La reprimenda no se hizo esperar. Que qué le pasa, doctor; que estamos en una operación, no en un juego; que tome más seriamente el asunto llovieron sobre el apabullado galeno. Una disculpa entre barboteada y susurrada fue lo que logró salir de sus labios. No lograba entender lo que ocurrió. ¿Qué fue lo que había visto en el campo operatorio? ¡Estaba seguro que fue un pequeño rostro demoníaco y sonriente lo que emergía tras el riñón a extraer! ¿O habrá sido una ilusión? Había estado de turno la noche anterior y por dos emergencias las horas de sueño habían sido…
- ¡¡Concéntrese, doctor!! ¡No está separando correctamente!
El nuevo regaño lo sacó de sus pensamientos de un jalón. Se disculpó nuevamente y fijó su vista en la pantalla. Alucinaciones tontas. Tal vez fue porque no desayunó. Falta de glucosa en el cerebro. Eso era. ¡Vamos! Estaba en medio de una cirugía y no era momento para boberías como esa.
- Hik-hik-hik-hik… hiak-hiak-hiak…Aguda como un alfiler, resonó esa bizarra risilla como dentro de su mente. Algo como una helada lamida recorrió su estómago. ¿Quién se rió? Preguntó molesto a sus compañeros que miraban la intervención tras él. ¿Estás loco? ¿Quién se va a reír ahora?, respondieron ellos. El agrio llamado de atención del urólogo calló todas las voces. Salvo esa risita, que resonaba y resonaba continuamente.
- ¡¡Ya dejen de reírse tanto, maldita sea!! – Rugió enfurecido el residente.
Todos lo miraron extrañados. El cirujano laparoscópico le preguntó al urólogo socarronamente si así eran todos sus residentes, lo que sí provocó una risilla generalizada. Ofendido, el urólogo amenazó al residente que si se seguía comportando de esa manera, lo echaría del quirófano. Este trató de explicar la risita, pero tal argumento rebotó contra la negativa de todos. Esto era incomprensible.
Incomprensible…
Pero aún más incomprensible que lo estaba viendo ahora en la pantalla. Ese pequeño pero horrible rostro, había salido de entre los recovecos adiposos acompañado ahora de un par de extremidades flacas como alambre, rematadas en garras curvas y nudosas como los de un ave de presa. Un monstruo. Un monstruo emergiendo del organismo de un paciente en medio de una operación quirúrgica. Trató desesperadamente de mantener la calma y mientras el pequeño ente movía sus extremidades el residente preguntó a su jefe si podía ver eso. El urólogo respondió secamente que claro, que ahí estaba el pedículo a punto de ser expuesto. ¿Qué, ahora también había olvidado la anatomía?
¡No, no! ¡No era a eso lo que se refería, sino a que si no veía nada extraño en el campo operatorio! – casi chilló el residente.
Entre enojado y extrañado, el cirujano le preguntó si no se sentía enfermo o si había estado bebiendo antes de entrar a quirófano. Porque si estaba ebrio, eso sería una falta gravísima. No. Por el amor de Dios, no estaba borracho ni nada. Lo que trataba de explicarle era que… era que… La frase murió en mitad de su garganta al ver horrorizado que el monstruo, en un violento ademán, aferró entre sus garras la gruesa arteria renal y empezó a mordisquearla vorazmente. ¡La arteria renal! ¡Si se llegase a romper surgiría un lago de sangre que echaría a perder la laparoscopía y posiblemente podría matar al paciente! ¡Y nadie, nadie más que él podía ver al causante de todo esto, ese maldito demonio engendrado en las entrañas del paciente y que sin dejar de tarascar el vital vaso, fijaba su vista demencial y azafranada en los desorbitados ojos de él y hacía resonar esa horrible risita, risita cáustica y enloquecedora!
¡Tenía que hacer algo! ¡Aunque lo acusen luego de loco!
Así que aferró la pinza que levantaba el borde hepático y antes que los otros pudieran reaccionar, lo precipitó con toda su fuerza por dos ocasiones donde el monstruo estaba. Los cirujanos soltaron simultáneamente un NOOOOO al ver que el insano residente desgarraba en dos violentos movimientos la arteria renal y la vena cava, provocando que la pantalla se vuelva carmesí por completo. Se lanzaron sobre él y lo echaron al suelo mientras el residente se debatía febrilmente mientras chillaba que ese demonio maldito dentro del paciente era el culpable, que estaba mordiendo la arteria renal, que tenía que detenerlo a como diera lugar. Dos residentes salieron de su estupefacción y retuvieron al debatiente residente mientras los otros se cambiaban a toda prisa de guantes y batas, pues fueron contaminadas al apartarlo del lugar de intervención. ¡Y el tiempo apremiaba, un desgarro de la cava supondría una muerte rápida al paciente!
Mientras no cesaba de insultar al residente, quien ya podría dar por sentado su inmediato despido y posible expulsión del colegio de médicos, el urólogo retiraba desperadamente las cánulas y entre dos incisiones trazó una nueva con bisturí. Brotó prestamente un chorro violento de sangre oscura que no podía cesar ni con la succión a toda potencia. Metiendo una y otra vez compresas que se empapaban con gran presteza, trataban de llegar a la cava. Pero no lo lograban. Definitivamente no sólo la cava fue perforada, sino también la arteria renal y muy posiblemente, la aorta. Los signos vitales de una brusca subida para compensar la hipovolemia, irremediablemente cayeron. Hasta 0. No presión sanguínea. No pulso. No saturación. No nada.
El paciente había expirado.
Con guantes puestos aún, el urólogo saltó hacia donde estaba su residente, aún sujeto por sus compañeros y le encajó una tremenda bofetada que hizo brotar sangre de su nariz.
Pero éste no escuchaba las sentencias del fin de su carrera. No escuchaba los insultos furibundos de su jefe. No escuchaba los truculentos comentarios de su accionar. Ni siquiera había sentido el golpe.
Con la mirada fija en la pantalla y las manos ensangrentadas en los oídos, tratando inútilmente de no oír. De no oír. La infernal risita. La maldita risita. Y en la pantalla roja de la marea sanguinolenta. Dos puntos brillantes y azafranados. Esa boca dentuda y salvaje. Esa risita. Esa risita. ESA RISITA…
- Hik-hik-hik-hik….hiak-hiak-hiak-hiak…HIK-HIK-HIK…HIAK-HIAK-HIAK….…. ¿Bueno, qué esperaban? ¡Lo escribí en pleno Halloween!